miércoles, 19 de abril de 2017

El libro de la abundancia

El libro de la abundancia

Luciana leía y releía el cuento de Borges sobre un libro de arena, un libro que no tenía fin, cuyas hojas numeradas arbitrariamente se renovaban una tras otra. Creyó encontrar en él la explicación a su propio libro, tan extraño, tan inexplicable.

Tiempo atrás, como sucedía quincenalmente, Luciana cobró su salario y se dirigió a la librería de viejo. Confiaba en encontrar algo de Murakami o de Auster, los dos autores que seguía con la fruición de un buscador de tesoros. Al entrar al local, al escuchar la campañilla de la puerta, al sentir el aroma especial del papel, sonrió remedando la ilusoria librería Sempere e Hijos, tan de fantasía y tan real en el corazón de cientos de lectores.

Hurgando entre las mesas, no encontró nada que le gustara. El tiempo se escurría sin saber por dónde cuando estaba en la librería. Ya quedaban pocos clientes, ya comenzaron a bajar algunas persianas. Se sintió incómoda de ser la última. Sin querer o por un arrebato, tomó un título cualquiera, Abundancia, pagó y se fue, con la desilusión de una tarde vacía.

Llegada a casa, la hilacha de frustración se acrecentó al abrir el libro y ver que sus hojas eran dibujos de billetes, cuatro billetes por página, con su anverso y reverso, una tras otra. Dinero. No era lectura, era un sinfín de ilustraciones de eso, de dinero. Cerró el libro con enojo y con desasosiego a la vez. Gastar sus escasas monedas en un libro inútil.

Los días siguientes de trabajo y rutina, desembocaron en un fin de semana sin la motivación de un libro nuevo. Aunque tenía un libro nuevo. Se sentó de espaldas a la ventana, acomodando el suave cobertor que cubría el butacón y las llagas de su tapizado. Fue pasando las hojas y descubrió una aspereza particular, casi la misma de los billetes de verdad. Trató de despegarlas, pero no, el papel era billete y el billete era papel. Su conciencia libresca le gritó que no lo hiciera, pero algo más contundente la empujó y arrancó una hoja. Casi al instante, pudo desprender las cuatro imágenes, tenía en su mano cuatro billetes. Con toda la apariencia de ser verdaderos…una idea loca, por supuesto.

Con ese dinero tan perturbador, salió e hizo unas compras pequeñas, sudando el miedo de que lo rechazaran por falso. Pero no. Regresó con varias bolsas, había pagado sin problemas. El lunes arrancó otros billetes y se dio el gusto, el lujo, de comprar muchos libros, aunque en el arrebato no sabía bien qué compraba. Esta vez fueron todos de papel, todo normal.

Estudió otra vez el libro, de adelante hacia atrás y al revés, varias veces. Ni las hojas ni los billetes removidos dejaron un espacio vacío. Como que estuvieran ahí de nuevo. Quitó otra hoja, la separó en cuatro -¡cuatro billetes más!- y contó las páginas restantes. Más envalentonada, compró un librero de ensueño, donde sus libros se sintieron como señoritos mimados.

Encerrada en la habitación, como si temiera ser espiada, volvió a contar las hojas. Seguía la misma cantidad, las que desprendía, volvían a estar en su lugar. Repitió la prueba y se repitió la certeza: podía seguir sacando páginas/dinero sin que el número menguara. 

Entre tamaño atolondramiento, mezcla de felicidad y temor, se preguntó el significado de esta magia. No tenía texto, no tenía números, no tenía explicación…sólo una pequeñita imagen indescifrable en el extremo superior derecho de las hojas. Por eso releyó a Borges, porque el pasmoso ejemplar que Juliana tenía en las manos, le recordó a su libro de arena. Infinito, en constante movimiento de recuperación.

¿A quién contarle? A nadie, la tomarían por una desquiciada o se lo querrían quitar. Su fuente de oro, su pródigo libro, su patrimonio en páginas renovables, eran eso: suyos. Trató de ver la menor cantidad de conocidos posibles, no quería que notaran su cambio. Pasado un tiempo, se comparó con la millonaria Lisbeth Salander, quien siguió haciendo su vida normal-dentro de la normalidad de Lisbeth-, a pesar de ser dueña de tanto.

Luego de empedernidos intentos por una explicación, copió una figura parecida a la de los márgenes. Le costó varios billetes más, pero un informático averiguó que se trataba de Empanda, la diosa romana de la generosidad.

Supo que algo tenía que hacer y se inspiró en la figura profética de la caritativa Empanda. Cual príncipe feliz y su golondrina wildeanos, Juliana fue encontrando y calmando penurias ajenas. Una medicina para el niñito infectado, una pantagruélica mesa para el hambriento, unas monedas salvadoras de último minuto, unas ropas abrigadas contra la intemperie. Un hada anónima, de quien comenzó a hablarse peligrosamente en cada rincón de la ciudad. Juliana estaba a un tris de ser descubierta.

La incertidumbre de poseer todo pero estar amenazada por un imponderable, hicieron de Juliana una persona esquiva, dueña de un artificio proveedor de un ir y venir de bienestar y de terror. Alegría y aprensión, dos puntas que la trastornaban.

Por otro arrebato, en el domingo de feria de un arrabal pobrísimo, llevó el libro y, entre la bulliciosa y alborotada muchedumbre, lo abandonó sobre un montón de trastos, quizás imposibles de vender.
 
Juliana se arrebujó después en una forma de vida pasiva, relajada, dueña de sí y de su destino. Leía mucho, hasta se atrevió a escudriñar en esos mundos extraños de la filosofía, esos que Murakami y Auster ficcionaron siempre con tanta soltura. Comenzó a escribir historias de hechos que no se podían explicar.



Cada tanto, pasea por ese barrio donde dejó el libro. Las casas ya no están desportilladas, se ven pulcras, de colores alegres. Ondea al costado de la plaza la bandera de un colegio flamante. A un lado del hospital, un salón vidriado, inmenso, ostenta el cartel luminoso de Biblioteca de la Abundancia